Septiembre para Manolo
El duelo es algo muy íntimo, y cada quien lo vive o sobrevive como puede y quizás el milagro consista justamente en eso: en ir viviendo, en palparse completamente mutilada y al mismo tiempo entera y lúcida.
Ningún rasero iguala tanto como el dolor, por eso es también una manera de ponerle palabras a los dolores silenciosos de tantas mujeres (y hombres) que sintieron y sienten esa cuchillada profunda que produce la muerte de un hijo[1]. Ese cúmulo de emociones que tiene la fuerza de un volcán en erupción, y quema hasta derretir esta entidad compleja que es el ser humano, cuerpo y alma, o cuerpo y energía (imposible que sea solamente cuerpo), como su lava ardiente, sin impedir la lucidez del dolor.
Es además una forma de no hundirme en el dolor, porque hacerlo significaría “disminuir cada abrazo y cada sonrisa de mi hijo muerto, y cada abrazo y cada sonrisa de los hijos que me quedan”